Volví de vacaciones a Madrid una tarde sofocante de agosto.
Era la época en que muchos madrileños se iban de vacaciones, de modo que las calles parecían flotar deshabitadas y fantasmales en el aire ardiente y apenas se veía a algún turista aturdido vagando por delante de los comercios cerrados. Era mi época favorita porque la ciudad, de costumbre bulliciosa, adquiría esos días una cualidad taciturna, que invitaba al vagabundeo apacible.
Tras diez días de ausencia, algunas plantas del recibidor estaban mustias y amarillentas: era evidente que mi padre, a quien había pedido que se pasara una vez por semana por el apartamento, no había puesto demasiado empeño en su tarea. Vacié un par de botellas de agua sobre las plantas ahogadas, que sorbieron enseguida. Solo la venus atrapamoscas, Dionaea muscipula, mi planta carnívora, se alzaba tersa entre la sequía general, con sus hojas de un coral reluciente nutridas por el jugo de insectos incautos.