sábado, 6 de marzo de 2021

PLANTAS CARNÍVORAS


 Volví de vacaciones a Madrid una tarde sofocante de agosto.

Era la época en que muchos madrileños se iban de vacaciones, de modo que las calles parecían flotar deshabitadas y fantasmales en el aire ardiente y apenas se veía a algún turista aturdido vagando por delante de los comercios cerrados. Era mi época favorita porque la ciudad, de costumbre bulliciosa, adquiría esos días una cualidad taciturna, que invitaba al vagabundeo apacible. 

Tras diez días de ausencia, algunas plantas del recibidor estaban mustias y amarillentas: era evidente que mi padre, a quien había pedido que se pasara una vez por semana por el apartamento, no había puesto demasiado empeño en su tarea. Vacié un par de botellas de agua sobre las plantas ahogadas, que sorbieron enseguida. Solo la venus atrapamoscas, Dionaea muscipula, mi planta carnívora, se alzaba tersa entre la sequía general, con sus hojas de un coral reluciente nutridas por el jugo de insectos incautos. 

miércoles, 24 de febrero de 2021

GAULOISES

    

    Fui yo quien llegó primero a la parada de metro de Odéon, lo que me pareció un signo aciago, pues siempre había sido yo la que llegaba antes. Desde la primera cita. Aquella primera vez él llegó muy adusto, diez minutos tarde. Saludó casi sin mirarme y fue a sacar dinero de un cajero. Luego nos sentamos en un café parisiense, en unas de esas sillas hechas de tablones de madera, como de patio, alrededor de una mesa de hierro con una diminuta vela en medio. La presencia de la minúscula vela nos molestaba, delataba que aquello era algo más que un intercambio de idiomas, la excusa con la que fuimos allí aquella tarde de octubre. Y entonces Pierre se cayó de la silla, con estruendo, y yo fingí mirar la carta mientras él se recomponía. Entonces comprendí que yo le interesaba. En lo sucesivo, Pierre siguió llegando tarde, tan solo unos diez minutos, nada grave, pero cuando todo se acabó y yo empecé a repasar en mi mente los detalles de la historia, recordé todos aquellos pequeños gestos que sembraban la duda: una pequeña espera, un comentario ambiguo, un gesto incongruente.
 
Aquella tarde, tres años después yo esperaba a Pierre de nuevo, acodada en la barandilla de la boca del metro. Pierre llegó vestido, como yo, con una gabardina beige, y nos reímos de la coincidencia. Pasamos al lado de aquel primer café. Las mismas mesas de hierro en azul desvaído, las mismas sillas de tablas, pero parecía un lugar distinto. Si aquel día estaba casi vacío, esta vez, las mesas estaban repletas de clientes con risas muy sonoras y las velas habían desaparecido, y con ellas, ese aire enigmático. Pierre y yo empezamos a fumar casi al mismo tiempo. Yo no fumo, solo cuando estoy en París, porque me parece imposible sustraerse al ‘zeitgeist’ local. Él seguía fumando Gauloises, esa marca de tabaco robusto con un casco alado de galo dibujado en el paquete. Durante las guerras mundiales, se consideraba patriótico fumarlos en Francia, luego intelectuales como Jean-Paul Sartre siempre los llevaban en la comisura de los labios y hoy Pierre los fumaba seguro que por impostura, porque encajaban mejor en su vida burguesa en la orilla izquierda del Sena. 
Pierre habló de su trabajo, que me pareció muy anodino, al igual que la persona en la que se estaba convirtiendo. Le pregunté si seguía teniendo la ‘bagnole’, el Seat 600 blanco con el que solíamos cruzar París en medio de la noche, cuando las vías están más despejadas y el pequeño bólido avanzaba con pasmosa agilidad. Parecía un tiempo mítico y ya caduco en el que nosotros existíamos solo como imágenes fijas. Lo seguía teniendo, pero daba igual: las cosas tenían un barniz distinto, habían perdido su sentido, y Pierre me miraba ese día como miraría a cualquier parisina bonita, con una curiosidad más bien carnal. Fumaba sin pausa aquellos recios Gauloises que tenían aire de escocer en los pulmones y yo fumaba unos cigarrillos ‘light’ uno tras otro, pero porque no sé tragar el humo. 
     Cuando nos marchamos, dejamos un pequeño montículo de colillas en el cenicero. Tras una hora de conversación insustancial, todos los recuerdos temblorosos, los escuálidos sentimientos habían enmudecido bajo una capa de ceniza. 

viernes, 19 de junio de 2020

VI

Mis veinte años no tienen quién los acune,
¿qué será de mis veinte años?
Ya se retiran como la mar por la arena,
sin ceremonia ni llanto.

Tantas tardes sobre la hierba, 
¿de qué sirvieron?
Me atraviesa una tristeza antigua,
amasada durante siglos.

Qué derroche de carne marchitada.
Me llaman con ojos vacíos
todos los jóvenes habidos en el mundo,
manos harapientas y pies blancos.

“Fuimos jóvenes y fue tan breve,
tan breve como un sueño”.
Mis veinte años no tienen quién los acune,
¿qué será de mis veinte años?

Duerme sobre el valle si quieres,
si quieres cúbrete de azucenas,
no habrá trueno que te salve 
ni amapola que sobre ti no crezca.

sábado, 26 de noviembre de 2016

V

este no querer hablar de ti, pero no querer olvidarte 
este alumbrarse los mediodías severos del invierno 
la última hora de la tarde desamparada 
con un recuerdo: que una vez fui feliz en tu pecho 

qué cansancio entonces de piel, de madrugada 
qué zozobra, que ensuciarse el uno al otro 
qué nudo de piel tu y yo contra el mundo 
mientras, afuera brillaban las calles 

todos los amantes desde el origen de los tiempos 
conspiraban con nosotros entre sábanas 
quise abrirte, descifrarte hasta el tuétano, 
escurrirme dentro de ti, en ti, en tu sangre, en tu líquido 

con la noche te marchas 
dejas tu olor ya frío, tu frío hueco desvalido a mi costado 
los versos calientes, el cuerpo aún tibio 
la tierra que hierve en mi vientre 

mis dedos ensayan la memoria 
recorren con orgullo vano los lugares que atravesaste
los días pasan, mis muslos pierden tu rastro 
tus palabras se despiden como pájaros livianos
me guían hacia nuevas soledades

miércoles, 23 de noviembre de 2016

IV

Ayer te vi.
Traías entre las manos un fragmento de mí ya olvidado. He cambiado, ya ves, y ahora soy más como tú, porque la vida nos arrojó juntos una vez por alguna buena razón. En cierto modo, soy solo un aguafuerte más nítido de lo entonces era, y tú ya podías intuir. Más cruda, más apaleada, más en carne y vísceras. Tú, sin embargo, te ríes con la misma risa grande, algo pueril, te ríes de las mismas cosas. Pero tienes algo distinto. Una especie de serenidad imprecisa que has alcanzado al fin, una sabiduría más elaborada quizá.

Ayer te vi y recordé que alguna vez fuimos poderosos, admirables, y el mundo no podía nada contra nosotros.

Te vi y recordé que fuimos importantes porque estábamos juntos. 

III

No esperaba que la vida
fuese tan pequeña, tan pálida,
tan prosaica y risible.
En mis días de infancia,
la vida estaba siempre a punto
de comenzar,
impetuosa,
esperando a ser ganada,
merecida,
yo intentando conquistarla siempre.
Pasaron los años.
Sin su savia de sueños,
la vida se estrechaba,
no despegaba nunca,
los barcos, las señales, pasaban,
dejando camino a sus espaldas.

lunes, 15 de agosto de 2016

Cuaderno de soledades

No es fácil encontrar un café donde uno pueda consagrarse con calma a pulir su soledad, donde, desde una mesa como un islote uno pueda contemplar el gran archipiélago del mundo, sin mezclarse. Un santuario donde cultivar la ociosidad y un cierto tedio lujuriante y perder escandalosamente el tiempo ante una sociedad en que detenerse implica el fuera de juego inmediato.

Yo he encontrado ese reducto, un híbrido entre café de principios de siglo y sala de estar de abuela. Mesas de mármol, una colección de retratos antiguos y taciturnos ventiladores de girar monótono.

Aquí no ha llegado la pulcra eficiencia del aire condicionado, aquí guardamos una eterna hora de la siesta, con indiferencia de las manecillas del reloj. Este no es uno de esos cafés efímeros que jalonan el modernísimo barrio de Malasaña, con su catecismo de comida sana y cócteles ingeniosos listo para complacer a los cazadores de garitos de moda y una clientela que, entre grandes gestos, se pone al día de las novedades de sus excitantes vidas.

Aquí somos letárgicos y tediosos, malhumorados e imperfectos. De vez en cuando levantamos con nostalgia la mirada de nuestro libro para mirar a través de la ventana, no se sabe si para observar el ir y venir de la gente, o a fin de reflexionar sobre lo leído, o quizá se trata simplemente de una pausa para descender mejor hacia las profundidades de nuestra soledad.

miércoles, 29 de junio de 2016

II

En la noche lejana
donde se rompen los amantes,
en la fragua oscura
donde se forjan los besos,
allí, tú, sin rostro apenas,
casi sin nombre,
gritas y muerdes
y susurras y lloras.
Mensajero efímero de un dueño
que servimos con furia, deseo,
mansedumbre o dolor:
tú, en tu órbita distante,
yo, en mi herida silenciosa,
que intuyes sin comprender.
En el crepúsculo gastado
de los cuerpos,
allí lanzas tu ancla,
allí salta la tierra,
allí se afilan puñales
-presentes y futuros-
como diamantes,
allí se funde el invierno
para tallar soledades más lacerantes,
más precisas,
allí prenden los versos,
que en su nostalgia de lo inexistente
cifran el dolor de lo que fue.
Los versos que te escalan,
rodeándote, petrificándote
como una foto antigua,
y arrancándote a ti de ti,
te funden a mí.


I

Das nombre a mi sed de infinito,
hombre silencioso y lejano,
pausado y distante:
legítimas son tus razones.
Vas y vienes como los fragmentos de un sueño,
presides desde tu trono humilde
mi limbo de anhelos.
Tu rostro, a mitad borrado en mi mente
como las ciudades dejadas atrás,
resplandece esta noche entre el humo
y el canto de la cigarras.
Las notas de tu voz tranquila
murmuran en el silencio ajetreado
de la noche como un río;
despiertas en mí sentimientos sigilosos
como torres de seda.
En este crepúsculo agotado,
pienso tu cuerpo desconocido,
tus manos apenas entrevistas,
tu cabeza de lluvia, tus ojos fugitivos
y ese silencio tuyo donde el amor se ennoblece.
Deseo suspendido,
deseo enmudecido.
Carne de luz y quimera la tuya.
Cima tranquila que hace temblar
a los que desde abajo contemplan.
Luciérnaga vaporosa,
cuyo imperceptible tintineo
deja rastros de fuego.
Gota callada,
que excava sin prisa una grieta poderosa.
Así quisiera yo también haber dejado en ti
una herida subterránea
que aguarda el despertar.

lunes, 2 de mayo de 2016

Por arte de la lluvia

Lo vi de reojo desde la distancia, atravesando la anchurosa calle en zancadas amplias, tambaleando su cuerpo largo entre los viandantes. Lo vi sin intuir su identidad, sin comprender que sus zancadas holgadas buscaban mis pasos vigorosos, hasta que nos encontramos en la intersección perpendicular de nuestros caminos.

Nos hicimos las mismas preguntas que la primera vez, tanteándonos, reconociéndonos. Parecía más alto, más guapo que aquel día, o quizá era el influjo de la luz atenuada en la tarde húmeda y aturdiente, una de esas en que Madrid se revela no con su acostumbrado rostro de ciudad soleada y expansiva, sino con piel de ninfa caprichosa y taciturna. Ojeé con ternura la acreditación que me mostraba, sonriendo a lo que fuese que intentara vender. Repitió la fórmula que ya había empleado en la mañana soñolienta y nubosa en que le conocí. Aquella vez, la claridad suave e incipiente parecía acompasar el comienzo de algo, de la misma forma que el aire enfebrecido de esa tarde posterior confería intensidad a ese segundo encuentro.

Preguntó con cierta torpeza dónde me dirigía, de dónde venía, como si importara, como si no fuese el cándido intento de dilatar aquella reunión a la que nos convocaba el azar bajo un mojado sol de junio. Escondió las credenciales de vendedor que portaba bajo sus manos demasiado grandes, de niño crecido a trompicones, retándome al juego de adivinar su edad. Respondió que no, que solo tenía veintiuno, y otra vez que no, que desde que quebró el negocio de sus padres tampoco estudiaba sino que trabajaba para ayudarles. Lo hizo con una llaneza franca, como si no hubiera notado el relámpago que rebotó entre nuestros cuerpos, como si fuésemos algo más que dos veletas sin rumbo, parpadeando como faros en la ciudad, atrayéndonos hacia nuestras ocultas soledades. Yo, hacia la soledad interior de mi cuartito de paredes blanqueadas en apartamento compartido, del tedio expectante del colchón donde me tendía al arrullo del crepúsculo; él, hacia la soledad exterior de su oficio de supervivencia, de tantos rostros abordados con una familiaridad enajenante. Nos miramos, buscándonos a tientas con esa desesperación altiva de la juventud, rodeándonos como la danza del día y la noche.

Me deseó suerte, confió en que se repitiera la coincidencia, con un trastabilleo lento de palabras arrojadas como nudos a mis pies. Me encomendé yo también al albur con ligereza, llevada por el relámpago vehemente de la tarde, de la lluvia, del arbitrio, de la casualidad generosa. No fue hasta que el día amainaba sobre el horizonte que empezaron a sobrarme las palabras que no le dije, los ofrecimientos que no recogí en mi ebriedad de tarde y luz. Comprendí que la busca no tenía sentido, el reencuentro sería -como suele ocurrir- fortuito o no sería, y saberse en manos del azar era como participar en un juego desconcertante del que se ignoran las reglas.

Regresé a la aridez de los días sin sobresaltos, a la comodidad inocua de las semanas sin sorpresa. Regresé al apartamento compartido, los muros blanqueados, el colchón huérfano, los artículos esporádicos, la yerbabuena declinante junto a la ventana. Regresó el asedio de sol contra el espinazo de las calles, el mediodía desgajando su fruta rotunda sobre los tejados. Volví a contemplar hipnotizada el gato de mis vecinos, la sola presencia mágica de mis días con su nariz tiznada de blanco como un chamán.

Pero la espera paciente no se contaba aún entre mis habilidades, de modo que intenté acelerar el destino, falsear el juego. Para recordar su nombre, regresaba mentalemente al instante en que las letras de su acreditación desaparecieron bajo sus palmas, en vano. El esfuerzo me producía la sensación incómoda del que intenta ver bajo el agua.

No soportaba la idea, quizá incluso la intuición, de formar parte de un juego cuyas normas era inaccesibles a mi entendimiento, escritas por un elemento inaprensible, llámese suerte, hado, providencia o sino.

En mi pretensión de sortear el funesto mecanismo, deambulé por el centro. Paseé con la mente intencionadamente en blanco, como si mis pensamientos pudieran delatarme, por populosas avenidas comerciales como las que habían presenciado nuestro encuentro. Me orientaban las luces minúsculas y tintineantes encostradas bajo mi piel. Las luces que crecían apenas como un musgo suave contra mi pecho, insurrectas contra el sol absoluto e implacable. Las mismas que revivieron como convalecientes de una larga hibernación con el soplo caliente y húmedo de esa tarde cuando, de nuevo, le vi en la distancia, mientras atravesaba la calle en zancadas amplias, la carpeta bajo las manos grandes de niño crecido a sacudidas.

Estábamos ya a pocos metros. Le miré de reojo mientras un viento de promesa agitaba las luces como brotes tiernos. Contemplé como mi camino iba a anudarse con el suyo en la intersección perpendicular. Me imaginé sonriendo a lo que fuese que intentara venderme, aventurándome en el juego de adivinar su edad mientras él, una vez más, cubría apresuradamente las credenciales. 

A ella le dijo que no, que solo tenía veintitrés.

sábado, 10 de octubre de 2015

Cementerio de poetas

Ciudades en ruinas, cementerio de poetas
donde cabalga el olvido sin vernos,
jinete triunfante que otea los cuerpos vencidos,
verde carne de sueños bajo el lago.

Ciudades consternadas, páramos estallados
donde duerme el poeta su exilio de hielo,
cielos que arrastran lluvias como ejércitos,
Tu y yo nos miramos -de cerca, pero a lo lejos-.

Heridos de sal, tu y yo,
como lava dormida bajo la piedra,
como luz vencida sobre los trigales,
como tornasoles petrificados por el ocaso.

Postrados de sed, tu y yo,
como soles astillados contra el valle sinuoso,
como palacios tomados por el desierto,
como astros ahogados en la fuente sin nombre.

“¿Por qué enmudeció el poeta?”, me preguntas.
“Lleva un collar de piedras cosidas a la garganta”.
“¿Por qué ya no escribe el poeta?”, te inquietas.
“Cayó su lápiz como un breve cuchillo celeste”.

“Vela el poeta el dolor de lo no nacido,
no soñado, no cometido.
Llora el poeta un dolor de vacío que
a sí mismo se excava,
de puñales ciegos y tempestades subterráneas,
de gloria untuosa pero jamás hollada,
de explosión interrumpida de infinito”.

De la vida aún convalecientes, tu y yo,
combatimos en la noche,
con piel, puños y dientes -tan primitivas armas-.
Tus manos son rotas vasijas
por donde mi alma se escapa.
Mi alma, ebria luna revoltosa,
tiznada de tierra, el vuelo no remonta.